

Hacia años, décadas, que no entraba en la zona. Como había ocurrido con algunas antiguas civilizaciones, de ella habían huido los pobladores, dejándola abandonada, bajo el reino de pequeños grupos marginales de okupas, delincuentes y personas sin techo. Sin embargo, en los últimos meses se había convertido en una visita, muy demandada, organiza por una empresa de viajes de aventura, que garantizaba la seguridad de los turistas.
Al cruzar la frontera sentí una especie de desazón. No sabía que iba a encontrar y que iba a sentir. Volvía a mis orígenes. Al lugar donde había nacido y crecido, donde había vivido algún momento malo y muchos buenos.
A medida que avanzaba el grupo, fui reconociendo lugares, calles, edificios, casas… la mayoría lucía huecos donde antes había puertas y ventanas. Era una ciudad agujereada. Las calles estaban llenas de escombros y basura, en el pavimento abierto crecía la vegetación y todo elemento ornamental o decorativo había desaparecido, como un militar degradado al que se le quitan medallas y botones.
Recorrí de nuevo esas calles de mi infancia y sentí su bullicio y alegría. También aquellas que acompañaron mi adolescencia y mi despertar a la vida adulta. Recordé sus aromas, añoré las tapas y los aperitivos de algunos de sus bares, siempre rebosantes de público. Aquellos bocadillos de calamares, por los que hoy pagaría una fortuna, los boquerones en vinagre, la ensaladilla rusa, los huevos estrellados, los callos, las pringás, las cañas bien tiradas… también añoré sus comercios centenarios, los cines, los teatros, las discotecas, los bares de copas, los restaurantes, la iglesias, los palacios, las plazas…
Ensimismado en estos recuerdos, me tope con una vieja amiga, la diosa Minerva, maltrecha en el suelo, y la recordé como la gran señora de la postmodernidad, encaramada muy alto, coronando el Círculo de Bellas Artes.
La visita acababa allí. A unos metros estaba la frontera. Al otro lado nos esperaba otra diosa, La Cibeles. Sobre ella, en el horizonte, ahí seguía, la Puerta de Alcalá.